LA EDUCACIÓN COMO PRODUCTO
El mundo agile parece que está de moda, pero en realidad es algo que lleva con nosotros formalmente desde 2001.
La razón para llegar hasta ahí fue la crisis que se vivió en el mundo del desarrollo de software en los años 90 donde empezó a existir un desfase temporal (unos 3 años de diferencia) entre las necesidades de los clientes y las aplicaciones que debían cubrirlas. Las empresas iban más rápido y muchos proyectos acababan cancelándose a mitad. Pero lo peor que podía pasar es llegar al final y que la aplicación ya no diera respuesta a la necesidad porque el mundo ha cambiado. La vida es eso que pasa mientras hacemos planes, ¿verdad?
Esta frustración por no llegar a tiempo desencadenó el manifiesto ágil y con ello comenzó una revolución que, como mancha de aceite, lenta pero implacable, va impregnando nuestras vidas. La agilidad se puede resumir como una forma de trabajar mediante la cual te concentras en entregar lo antes posible algo útil al consumidor de tu trabajo al tiempo que procuras manejar el riesgo. Es mejor entregar algo útil al 30% mañana que algo al 99% dentro de un mes cuando puede ser que ya no lo necesite o incluso que sólo use el 70%. Porque muchas veces lo perfecto es enemigo de lo bueno.
¿Os habéis dado cuenta la frecuencia con la que nuestras apps nos piden actualizaciones?
Esa es la filosofía: te doy algo que te puedes instalar ya para usar y poco a poco te lo voy mejorando. Es un continuo. Como el aprendizaje, ¿no? Estamos toda la vida aprendiendo (otro continuo). Entonces, ¿por qué no adoptar esta filosofía ágil en la educación? El mundo cambia hoy mucho más rápido que en los años 90, y seguimos con los mismos modelos de siempre en la educación. Si nuestros alumnos siguen memorizando para pasar un examen, ¿para qué clase de mundo les estamos preparando?
¿Te gustaría que te quitaran una muela con métodos del siglo XIX?